No se podrá, pues, sin injusticia, llamarnos golpistas. Pero así como hay quienes pueden dar fe de nosotros, nosotros somos testigos de las preocupaciones y de los afanes de Edgardo Seoane, Raúl Ferrero, Mario Alzamora y otros por hacer viable la idea que proponíamos y también de la razón de sus fracasos: la soberanía, la frivolidad, el empecinamiento, la irresponsabilidad, la irresponsabilidad del presidente Belaúnde. Son él y el Apra los grandes culpables de la tragedia que lamentamos.
Lo que ha ocurrido tenía que suceder. Y no por obra de los militares precisamente sino del propio régimen. Sucedió porque se había llegado al colmo del cinismo, a una aberrante manera de practicar la democracia. Con ligereza sin nombre se disculpó a los responsables de la devaluación. Con inaceptable tontería se quiso ocultar la gravedad del contrabando y, luego, el país, indignado, presenció el desfachatado paseo de los contrabandistas por las calles. A los que protestamos y gritamos por el escándalo se nos acusó de estar propiciando el golpe. Y agitando el mismo chantaje se intentó más tarde hacernos cómplices a todos los peruanos de las denigrantes condiciones, lesivas al interés nacional, que la International Petroleum exigió y logró del gobierno para la devolución -simbólica- de La Brea y Pariñas. Con la misma amenaza del golpe se pretendía ocultar arreglos que debían ser públicos; se acallaban protestas, se encubrían delitos, se prostituía la democracia. ¡Se malvendía, con comisión de por medio, un pedazo de Perú y había que guardar silencio para que los militares no interrumpieran el orden constitucional! ¡Se exhibía con pruebas y señales la comisión de un delito -el de la página once por ejemplo- y con brutal cinismo se negaba la verdad... porque podía originar la intervención castrense!
Y el presidente Belaúnde no era ajeno a esta inmundicia. Todo lo contrario. Empecinado hasta el delirio insistió hasta el último momento en rodearse de obsecuentes e incondicionales, de refinanciadores que habían sido los financiadores o de ilustres desconocidos que no le hicieran sombra. Lo que Belaúnde nunca admitió, por vanidad y "soberbia, fue corregir sus errores. Por eso está él donde está y el país en el umbral de un futuro muy incierto.