La verdad nunca se apaga

La columna vertebral de todo medio de comunicación la constituyen sus editoriales, es decir los principios y opiniones que sustentan y defienden sus editores. En el caso de “Oiga”, la sección editorial tuvo siempre una expresión clara y rotunda, no solo enjuiciando sino dando alternativas. La búsqueda de los ¿por qué? Siempre preocuparon a Igartua y sus colaboradores, sin dejar de lado –por supuesto- el ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿dónde? y ¿cuándo? que configuran al buen periodismo. Las palabras, como las promesas, suelen ser efímeras en boca de algunas personas; los editoriales de Oiga, en cambio, permanecen aún incólumes, vigentes, con la plenitud de su carga testimonial para incomodidad de muchos protagonistas de la escena política, porque si bien Igartua ya ha muerto su palabra aún vive.

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

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GOLPE! LA TRAGEDIA PERUANA TIENE SUS CULPABLES. OCURRIO LO QUE TENIA QUE SUCEDER

sábado, 14 de febrero de 2009

FRANCISCO IGARTUA - EDITORIAL – “OCURRIÓ LO QUE TENÍA QUE OCURRIR” – Revista Oiga 04/10/68

NADIE más lejos que nosotros de la complacencia por el triste y desamparado final del régimen que presidió el arquitecto Belaúnde. Demasiadas ilusiones, innumerables penurias y no poco cariño pusimos en él, durante muchos años, como para que no nos sintamos dolidos por los sucesos de la madrugada de ayer. Tampoco nadie más lejos que nosotros del golpe militar. Testigos de nuestras inquietudes y angustias por el pronunciamiento castrense, que sólo los obcecados y los necios no veían venir, son las ilustres personalidades a las que acudimos desesperados, en estas últimas semanas, para proponerles lo que nosotros entendíamos como única manera de evitar que el ejército, por medio de la fuerza, se entrometiera en la política: un mensaje al país de figuras civiles con auténtica autoridad moral que tuviera como objetivo imponerle al presidente de la República y al Congreso un gabinete ministerial que, asumiendo el mando real, rectificara por completo la política del régimen. Para nosotros, era ésta la fórmula más sensata de resucitar confianza en la ciudadanía y de asegurar la continuidad constitucional. Se le dejaba al presidente la satisfacción de trasmitir la banda a su sucesor y a los parlamentarios se les permitía perorar y seguir cobrando sus emolumentos, a cambio de que las desvergüenzas del contrabando fueran ventiladas, castigadas las autoridades culpables de atentar contra la dignidad humana, borrada la ignominia que significa el acta de Talara y puestos en la cárcel los responsables del incalificable y ya celebérrimo delito contra la fe pública cometido en palacio de Gobierno la madrugada del 13 de agosto.

No se podrá, pues, sin injusticia, llamarnos golpistas. Pero así como hay quienes pueden dar fe de nosotros, nosotros somos testigos de las preocupaciones y de los afanes de Edgardo Seoane, Raúl Ferrero, Mario Alzamora y otros por hacer viable la idea que proponíamos y también de la razón de sus fracasos: la soberanía, la frivolidad, el empecinamiento, la irresponsabilidad, la irresponsabilidad del presidente Belaúnde. Son él y el Apra los grandes culpables de la tragedia que lamentamos.

Lo que ha ocurrido tenía que suceder. Y no por obra de los militares precisamente sino del propio régimen. Sucedió porque se había llegado al colmo del cinismo, a una aberrante manera de practicar la democracia. Con ligereza sin nombre se disculpó a los responsables de la devaluación. Con inaceptable tontería se quiso ocultar la gravedad del contrabando y, luego, el país, indignado, presenció el desfachatado paseo de los contrabandistas por las calles. A los que protestamos y gritamos por el escándalo se nos acusó de estar propiciando el golpe. Y agitando el mismo chantaje se intentó más tarde hacernos cómplices a todos los peruanos de las denigrantes condiciones, lesivas al interés nacional, que la International Petroleum exigió y logró del gobierno para la devolución -simbólica- de La Brea y Pariñas. Con la misma amenaza del golpe se pretendía ocultar arreglos que debían ser públicos; se acallaban protestas, se encubrían delitos, se prostituía la democracia. ¡Se malvendía, con comisión de por medio, un pedazo de Perú y había que guardar silencio para que los militares no interrumpieran el orden constitucional! ¡Se exhibía con pruebas y señales la comisión de un delito -el de la página once por ejemplo- y con brutal cinismo se negaba la verdad... porque podía originar la intervención castrense!

Y el presidente Belaúnde no era ajeno a esta inmundicia. Todo lo contrario. Empecinado hasta el delirio insistió hasta el último momento en rodearse de obsecuentes e incondicionales, de refinanciadores que habían sido los financiadores o de ilustres desconocidos que no le hicieran sombra. Lo que Belaúnde nunca admitió, por vanidad y "soberbia, fue corregir sus errores. Por eso está él donde está y el país en el umbral de un futuro muy incierto.