Del Parlamento, desesperado porque no sufran repentina muerte los emolumentos, espera el gabinete un voto de confianza. Y algo ha logrado: poner en evidencia el acuerdo de los populistas palaciegos con el Apra. El temor a la pérdida de la pitanza los ha apresurado a mostrar las uñas de un pacto que une apetitos y no ideales, que junta malandrines e infelices y no hombres.
Del temor ciudadano cree el gabinete que obtendrá respaldo a una gestión hacendaria y financiera que no ha sido aclarada, que no tiene otro sostén que las hábiles palabras de un ministro que impresiona por su pose moderna y sus modales de mundano internacional.
Pero ha sido una semana más que de desencanto, de asco. Tan grande, tan escalofriante asco que hasta el cardenal y un numeroso grupo de sacerdotes se han visto obligados a opinar, a "esperar un esclarecimiento total, en un asunto que tan directamente afecta la soberanía y el bienestar nacionales".
Y el asunto al que se refiere el cardenal Landázuri no es otro que la entrega del petróleo peruano, en condiciones que apenan, a una empresa extranjera. Lo que acusa el cardenal es el renunciamiento a nuestra personalidad nacional y lo que señala es el detonador de una crisis moral que comenzó a ponerse en escandalosa evidencia con el contrabando de hace unos meses y el descubrimiento de infames torturas en los centros penales. Dos hechos que nos cubren de vergüenza y que siguen impunes. Mejor dicho, con los pequeños responsables en la cárcel y los grandes delincuentes en los salones de la ciudad.
Tristes nos sentimos al recordar que lo que ocurre lo previmos, lo advertimos, sin que se nos hiciera caso. Apenas fuimos merecedores de unas frases compasivas cuando al comienzo del régimen escribimos:
"La moralización debe ser la primera de las místicas que debe crear el nuevo régimen. Y en tal sentido le reclamamos, desde estas páginas amigas pero independientes, que se legisle inmediatamente contra todas las corruptelas que se han hecho hábito administrativo. Que se fije castigos severos contra el funcionario que obtenga ventajas personales en el ejercicio de su función, contra el empleado que no corrija las menudas inmoralidades tradicionales de la propina exigida para realizar los trámites, contra el político que use su influencia para obtener lo que sin ella no podría conseguir, contra todo y todos los que entiendan la política y la función pública como un medio de satisfacer apetitos y obtener ventajas personales. Y tal vez sea necesaria la exageración punitiva para que no quede en duda la seriedad de la intención moralizadora. Pero no bastará la simple legislación si ésta no está amparada por la actitud severa de quienes han conquistado el poder, pues mal y reducido juez resulta quien no luce lo que reclama, Esta exigencia deberá ser más dura e inflexible con todos y cada uno de los miembros de la Alianza, en cuanto cada uno de ellos es responsable solidario en la gran tarea que sus organismos políticos han reclamado durante tantos años. Una nueva actitud debe, pues, conformar la actividad de los hombres del gobierno, en la que no quepa la recomendación interesada, la ventaja personal. Si así lo hacen, el pueblo, desconfiado y pesimista, se verá obligado a creerles y a movilizarse en la gran empresa de la renovación. Si, en cambio, brotan las antiguas lacras, ese mismo pueblo tendrá el derecho y la obligación de darles las espaldas y juzgarlos inflexiblemente”.
Lo dijimos hace ya muchos años, lo hemos repetido en diversas circunstancias y hoy nos duele constatar que no sólo tuvimos razón sino que pecamos de benévolos en nuestro juicio.